EL BUEN FIN A LA REVOLUCIÓN MEXICANA
En
mis años de infancia y de juventud, alguna vez mis maestros me inculcaron que
existió algo, que se llamó “Revolución Mexicana”.
Siempre
en mis libros de textos, me preguntaba, porque la historia de México, terminaba
con la Constitución de 1917. Me parece que no fue sino hasta mi libro de sexto
de primaria, que la última nota histórica que reportaba, fue la expropiación
petrolera de 1938 que hiciera el general Lázaro Cárdenas. Mi alma inquietante, no lograba entender, porque en la
revolución, que había terminado en 1917, había continuado, después de la caída
de Porfirio Díaz. Mis matemáticas elementales, no lograban explicar, el cúmulo
de dudas, que entonces tenía. ¿En qué
momento la revolución había terminado?. ¿Porque los caudillos de la revolución
habían muerto en circunstancias trágicas?.
Conocí
un vecino que vivía en la calle de Zaragoza y Eje Uno Norte, en la colonia
Guerrero, mi padre me decía, que él había sido un combatiente en las batallas
de Celaya. Era el año de 1986 cuando conocí ese señor. No entendía la
importancia de esas batallas. El señor era un "Dorado" y había perdido con su
general Pancho Villa, los combates militares que decidieron el triunfo de
Venustiano Carranza y el ascenso político y militar de Álvaro Obregón. ¿Qué no eran los
dos revolucionarios?. ¿Qué no la última batalla había sido en Zacatecas?.
No
lograba entender esa situación histórica. Con mi hermano Roberto, veíamos las películas
del Indio Fernández, inclusive hasta las telenovelas de María Félix y ambos nos
cuestionábamos, desde nuestra joven e infanta edad, ¿porque los
revolucionarios, se vestían de federales?. Porque si Zacatecas había sido la
última batalla de los “federales”, porque seguían existiendo los mismos
soldados de color beige, pero ahora llamados “constitucionalistas”. Es cómo si
en México hubiera otra revolución y los soldados revolucionarios, terminaran vistiéndose
de militares, con el uniforme verde olivo, diciendo éstos que habían ganado la
revolución.
Aprendí
a vivir todavía en una era revolucionaria, mi padre, admirador de esos años,
compraba más libros sobre el tema. Los libreros de mi casa, que no
lograron caerse en el sismo del 85, estaban a la vista para que los leyera. Me
gustaba hojearlos y ver las fotografías de esos señores bigotones, barburos y
sombreruros. Fue la revolución, fue en México.
Luego conocí
a las hijas de Eduardo Soto y Gama. Fui a su casa, porque ahí recibía clases de
catecismo a cargo de su hija Magdalena. No me gustaba tanto rezar, ni escuchar
los rezos aburridos, dedicados a la Virgen María y a otras divinidades inexplicables; a esa edad infante, lo que te gusta es el futbol, ir a la calle,
hacer travesuras, como aventar piedritas desde la azotea, jugar guerritas de corcho latas, o bien, tocar los timbres de las puertas de tus vecinos e irte corriendo lo más rápido que puedas, para que ellos no te cachen.
A esa edad, de once años de edad, apenas estas viviendo, estas aprendiendo; por eso te gusta meterte a las casas ajenas, fue así que ingrese a esa casa ubicada en la calle de Zarco
casi esquina con Moctezuma, de allá mi amadísima Colonia Guerrero, sólo para darme cuenta que en la
sala de ésta, se encontraban enmarcadas algunas fotografías en color sepia, donde un señor
que no conocía, se acompañaba de nada menos y nada más, que del mismísimo general Emiliano
Zapata.
- ¡Papá¡.
Los vecinos conocieron a Zapata.
Mi
papá, sólo se rió y me volvió a mostrar esos libros, para enseñarme quien había
sido Soto y Gama. Para mostrarme con evidencias científicas, que las estampitas
y los libros de textos, tenían información cierta, pero limitada. La revolución
no era una fantasía bíblica, si había
existido. ¡Pancho Villa y Emiliano Zapata no eran monografías de ninguna
papelería escolar¡. Eran personajes reales, que habían vivido y combatido porque
México fuera un nación más justa.
Mis
padres, cada 20 de noviembre salían a desfilar. Vestían con unos pants, en
aquellos aburridos días, en los cuales no había clases y donde las caricaturas
del canal cinco se suspendían, para trasmitir en cadena nacional, como el
Presidente José López Portillo desde su balcón presidencial, veía desfilar, a los
obreros, campesinos, clase medieros y entre ellos, mis papás, a los que nunca
pude ver en televisión.
Esa
fue mi formación de infante. La revolución no era más que esos gorritos y
carteles, que mi mamá nos regalaba, luego de asistir a los mítines y vallas que
el sindicato petrolero organizaba a favor del candidato Miguel de la Madrid. “El
próximo ladrón que le robaría el país”, pero que daba discursos en la Plaza de
las Tres Culturas, ahí donde mi tío Toño nos llevaba y donde lo saludaba, como
un vecino más, extendiéndole la mano, diciéndome que él, sería el próximo
presidente.
¡El PRI siempre gana¡. ¡Nunca va a perder¡.
En
fin, cuantos recuerdos me daba la revolución. Ver una película de Pedro Armendáriz
interpretando a Pancho Villa, o bien, las telenovelas de blanco y negro, donde
había unos combates militares espectaculares, que mi hermano y yo, recreábamos,
cuando jugábamos soldaditos en la sala de la casa de nuestra abuelita.
¡La
revolución algún día terminaría¡.
Esos
días jamás volverían. Se fue la nostalgia, los discursos de los políticos,
dejaron de decir la palabra mágica, “revolución”, “revolucionaria”, “revolucionarios”;
el sustantivo revolucionario dejo de aparecer en el léxico del político
mexicano, en forma gradual, hasta que finalmente sin darnos cuenta, desapareció.
¡No
hay más revolucionarios en México¡.
Ahora,
es el Buen Fin.